El 2 de febrero es siempre un día marcado en rojo en el calendario eclesial, un día especial para pararse a valorar y agradecer el don de la vida consagrada tal y como el Espíritu la va suscitando en la Iglesia de cada tiempo. Con todo, aun tratándose de una jornada singular, no podemos aislarla del resto.
Celebrar la Jornada Mundial de la Vida Consagrada pasa, en realidad, por acoger con un corazón dispuesto y confiado la senda que se abre a nuestros pies consagrados cada día de nuestra existencia. Parafraseando el dicho lucano de Jesús, quienes hemos sido llamados a una vocación consagrada —y también los que comparten con nosotros la vida cotidiana— sabemos por experiencia que cada mañana trae su propio camino. Y que solo puede aventurarse en él sin extraviarse quien lo afronta bajo el signo de la esperanza en Jesús resucitado. Los últimos párrafos del documento de la CIVCSVA Caminar desde Cristo, pensado como hoja de ruta para los consagrados y consagradas al comienzo de este tercer milenio, recordaban con gran viveza esta experiencia común que es, a la vez, un ideal permanente:
«Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su “reflejo” […]. Esta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras.
Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia que nos hace hombres nuevos» (Novo millennio ineunte, n. 54). Esta es la esperanza proclamada en la Iglesia por los consagrados y las consagradas, mientras con los hermanos y hermanas, a través de los siglos, van al encuentro de Cristo resucitado (Caminar desde Cristo, n. 46).



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